Los venezolanos que acudimos a las corridas, desde profesionales del toreo a periodistas y aficionados, observamos con sana envidia la gran cantidad de jóvenes que acuden día a día a los tendidos de cada plaza de toros.
Se pueden calcular en miles los adolescentes y veinteañeros que acuden atraídos por la emoción de este espectáculo y el magnetismo de los toreros, a los que tienen considerados como verdaderos ídolos, al nivel de famosos cantantes o deportistas.
Por mucho que las ordenanzas que intentan abortar la pasión de los venezolanos por los toros se empeñen en limitar su asistencia, o incluso prohibir, contra la patria potestad de los padres, que puedan entrar a las plazas los menores de 12 años, la desbordante afición de estos jóvenes es la mejor garantía de futuro del espectáculo en nuestro territorio nacional. Su mayor riqueza.
Bastaba con ver en Una oportunidad que acudir a la feria de san José Maracay cómo, al final de la corrida, un aluvión de chicos y chicas saltaba al ruedo para sacar a hombros al paisano y tan idolatrado Leonardo Benítez y para acercarse a Erick Cortez, que tuvieron que sacarlos de la plaza protegido del acoso de sus seguidoras, al estilo de las más famosa estrellas del rock & roll o cuando estaban de moda la agrupación de Menudo.
No se puede luchar contra circunstancias y convicciones tan evidentes como esta pasión con que la juventud quiteña acude a la plaza. Porque ni estos jóvenes ni sus padres sienten que ir a los toros, a disfrutar de la lidia y de las faenas de esos personajes ejemplares que son los toreros, sea para nada contraproducente en su educación ni suponga un mal ejemplo a seguir. Al contrario.
Esos jóvenes, esos miles de chicos y chicas adolescentes que estuvieron ese día en la plaza salían del recinto cargados de entusiasmo y optimismo, plenos de vitalidad y de moral después de emocionarse con la bravura de los toros y con la determinación de otro joven, y tan cercano a ellos, que ha decidido afrontar el sacrificado sacerdocio que es el toreo profesional.
No, desde luego que no: los toros no generan violencia, como arguyen sus detractores, que se atreven incluso a establecer delirantes e insultantes similitudes de los aficionados con los maltratadores de mujeres. Más bien, como sucede con todas las Bellas Artes, y el toreo lo es aunque haya a quien le cueste reconocerlo, la tauromaquia ayuda a cultivar la sensibilidad y los buenos sentimientos de quienes lo contemplan con espíritu abierto.
En mis casi de 40 años acudiendo a plazas de todo el mundo, no he visto aún que nadie salga de una plaza dispuesto a apuñalar al partidario de otro torero o a quemar y derribar los contenedores de basuras si el festejo no ha sido lucido, como a veces sucede con el fútbol o Béisbol. Y no por ello esto si da mala imagen a este atractivo deporte nacional.
La educación, el talante democrático y la apertura de mente del público que acude a los toros son hoy por hoy un ejemplo de convivencia en este mundo agitado y violento. Un buen modelo a observar si se quiere emprender, por ejemplo, una revolución cívica en el país.
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